Sus ojos se ponen vidriosos cada vez que levanta la voz y repite: “¡11 veces me han robado!”. La última fue el sábado, cuando arrancaron las ventanas del “Club de Madres La Costanera” que conduce Vilma Rivero, a sus 88 años.
La mujer y su marido, Juan Carlos Valdez de 82 años, aseveran que están cansados. Rivero aclara que su hartazgo no responde a las casi cuatro décadas que lleva al frente del comedor sino a la ola delictiva que acarreó el consumo de drogas en el barrio La Milagrosa de Banda del Río Salí, donde trabajan.
En una de las paredes de la ONG está pegada la fotografía de Luisa Ibáñez. La joven sonriente del retrato es hija de Rivero y fue secuestrada en 1976 por la dictadura militar. Desde entonces, su madre comenzó a militar en el peronismo y a recorrer barrios. Todavía recuerda que tomó la decisión de instalar el comedor cuando se encontró con los ranchos de lona y cartón que se levantaban en esa zona de Banda del Río Salí.
“Pero a medida que la droga iba avanzando, empezaron las robos”, dice Rivero, que lleva denunciados 11 delitos. Mientras recorre las humildes instalaciones de la ONG, inundadas por el aroma del guiso que emana una olla inmensa, va indicando las “cicatrices”: vidrios rotos y rejas barreteadas de las ventanas; un boquete en el techo por el que entraron el año pasado para llevarse la leche que estaba destinada al desayuno de los chicos; los baños que se quedaron sin piletas por el vandalismo de los delincuentes; la despensa que fue saqueada una y otra vez; unas estampitas pegadas en la gruta por la que ya pasaron dos vírgenes; las paredes huérfanas de ventiladores y los espacios oscuros porque no les dejaron ni siquiera los focos.
“¿Qué nos está pasando? ¿Por qué no hay conciencia?”, se pregunta Rivero, en un intento de no perder la esperanza. Pero no aguanta y las lágrimas se asoman. “¿Sabe qué pasa? Ya estoy cansada y desilusionada, estoy por cumplir 88 años y me duele ver esto”, admite con tristeza.
Larga espera
En su casa, sus familiares le piden que se quede callada, que no se meta. “Mamá, no hables, no te vaya a pasar lo que al padre Juan Viroche”, le recomiendan sus hijos desde que los rumores vincularon la muerte del sacerdote con un supuesto crimen mafioso.
Rivero toma aire, piensa y determina: “sólo pido que nos dejen de robar porque nos costó mucho construir todo esto”. Mientras ella y su marido se lamentan por las pérdidas, el bullicio de los niños del Centro de Desarrollo Infantil atraviesa las paredes. “Aquí vienen casi 100 personas por día, entre niños y adultos”, aclara Rivero. Todas esas personas desayunan, reciben una colación y almuerzan en el comedor.
Adentro también hay una asistente social de la Dirección de Familia, que todos los días se acerca a colaborar. Cuenta que en ese lugar capacitan a algunas madres de la zona para que ayuden con los chicos, que llegan desde los 40 días de vida. Los platos ya están listos para servirse y los niños saludan sonrientes desde la mesa. Rivero y Valdez ruegan que alguien los ayude, que no precisen volver a llamar a la Policía.
“El domingo al mediodía fue mi esposo a la comisaría y nos dijeron que ya iba a venir Criminalística a tomar huellas. ¿Sabe cuándo vinieron los policías? Nunca. Todavía los estamos esperando”, agrega, esta vez con más bronca que pena.